La lactosa es un tipo de azúcar de origen natural que hay en la leche y los productos lácteos. En el intestino, la enzima lactasa convierte la lactosa en glucosa y galactosa, dos azúcares más simples que el cuerpo utiliza como fuente de energía y para varias funciones. La mayoría de la gente tiene problemas para digerir la lactosa. Ello se debe a la disminución normal de la actividad de la lactasa después del destete, lo que se conoce como «no persistencia de lactasa». Por lo general, los síntomas de la intolerancia a la lactosa no aparecen hasta que la actividad de la lactasa se sitúa por debajo del 50 %.
A nivel genético, el gen que codifica la lactasa (LCT) se vuelve normalmente menos activo con la edad. Ciertas personas producen lactasa en el intestino de forma continua y siguen teniendo capacidad para digerir la lactosa después de la lactancia; otras personas, en cambio, pierden esta capacidad y pueden sufrir molestias intestinales dependiendo de la cantidad de lactosa que tomen. La disminución de la actividad de la lactasa es más frecuente en personas originarias de Asia, África, Sudamérica, Europa meridional y Australia aborigen que en personas descendientes de países de Europa septentrional (Escandinavia, islas británicas y Alemania).
La intolerancia a la lactosa aparece cuando la mala digestión de la lactosa termina produciendo uno o varios de los síntomas de malestar intestinal, como hinchazón, diarrea y gases.
Entre las personas con mala digestión de la lactosa se promueve el consumo de lactosa en pequeñas cantidades (hasta 12 g en una ingesta y hasta 24 g a lo largo del día, lo que equivale a uno o dos tazones de leche, respectivamente). El yogur, que contiene bacterias vivas que ayudan a digerir la lactosa del propio yogur, y los quesos sin lactosa o bajos en lactosa (chédar, provolone, mozzarella, Grana Padano, etc.) son buenas alternativas para las personas con mala digestión de la lactosa.